Postrimerías
Antes de que muriera, mi marido comenzó a farfullarme este cuento. (Lo transcribí grosso modo, ya que tenía prisa.) Nunca decía nada así; día tras día trabajaba como contador y puedo recordar quizás cinco bromas que me contó. Eran buenas bromas. Era un hombre bueno. De todos modos, acá están sus últimas palabras:
Can Ciénago Da tenía un hueso ridículo al que amaba y babeaba. Su dueño era un chorizo desaliñado; su pelo se mudó al sur, bajando al torso y testículos. Su esposa estaba fuera, y ahora nunca se rasuraba. Estaba calvo, puro y duro. Ella había elegido ese nombre, Can Ciénago Da, y no le gustaba a él. No le importaba a Can Ciénago Da. Solo babeaba y amaba tanto ese hueso que invocó un fantasma con él. El dueño, muy muy bien pedo, salió a la veranda resquebrajada, y le gritó: Qué carajo. Que se joda. ¡Es fantasma!
El fantasma dijo: Buenas, buenas; esta va por ti. El fantasma era del sur-sur del Río Grande. El fantasma alquilaba el Cuarto Velvetón, el más pequeño de la cantina de la Señora, y abajo timaba a todos con ases. El fantasma perdió la fe al ver que el primer mocochico enmugró un iPad. Y la recuperó al ver que el chico se volvió un mejor padre.
Los fantasmas no huelen a nada, ya sabes, así que Can no se dio cuenta del fantasma vaquero. Solo siguió babeando ese hueso, amando ese hueso, lo que invocó un segundo fantasma: el fantasma de Alaín Reád. [De este nombre, y de los siguientes, mi marido deletreó los diacríticos.] Este fantasma fue el primer general de brigada. Este fantasma no podía evitar hurgar en cada biografía napoleónica con la esperanza de encontrar su apellido. Buscó esos tildecitos, y solo encontró a Pía, Astría, Ramón.
El dueño arrancó las cabezas blancas de las gardenias y las arrojó a esos fantasmas. Dijo: fuera, fuera, fuera. El arrepentimiento golpeó a esos fantasmas, y ellos titilaron hasta hacerte doler las sienes. Intentaron quitarse los sombreros, pero sus manos los atravesaron; intentaron inclinarse pero siguieron de largo, y se retorcieron sobre sí mismos. Atesoraban la vida, dijeron, y por eso nunca estaban listos para morir. Y por eso llegaron acá, dijeron. Porque la vida es amor y acá, esta noche, hay diez toneladas de eso en un saco de dos kilos. Y seguían hablando sobre los focos de amor y sandeces espectrales.
Todo el tiempo, Can nunca dejó su hueso, ni siquiera cuando los fantasmas seguían divagando. Ellos hablaban y hablaban. Hablaban de sus seres queridos: de cómo ella le daba un pisotón a los clavos flojos para meterlos de nuevo en las tablas del suelo, o lo mal que él bailaba la tarantela. Pero vieron que la mente del dueño se había ido a otra parte, así que crecieron cuatro veces su tamaño. [Acá mi marido se enderezó en la cama del hospital.] ¡Si tuviéramos tu tiempo! Entonces podríamos decírselo bien. Por nosotros, todo en el camino: guerra y clase y machismo. Y escoge un prejuicio, sí. Pero este mundo nuevo, vivo, te lo permite. Tú puedes, dios, dios… Y con celos se alzaron hasta las ramas más altas.
Claro, el dueño no podría expresar su amor de mejor manera. Pero los fantasmas no parecían saberlo. No sabían que había demacrado a su esposa, siempre haciéndose el jefazo por pequeñeces, hasta que ella se quebró. Hace un mes, ya casi llegaba a casa de unas vacaciones sola, y él le mandó un mensaje con el recibo del agua: ¿Ves? Esas duchas suman. Y ella compró otro pasaje y siguió comprando pasajes y no había vuelto.
Los fantasmas no podían ver los borradores, unos cien, que había escrito. Su incapacidad para combinar su disculpa, más su amarla, más su desmoronarse sin ella, y todo eso mientras que lo decía de verdad. Sabían, sin duda, cuánto de verdad lo decía: más que nada. Te amo. ¡Te amo! ¿Pero cómo decirlo claro? Nunca parece decirse de verdad; siempre parece retórica: una cifra, un timo, un acento fugaz.
Comenzó a llover, y por fin el perro quierehuesos levantó la vista y empezó a gemir. De vez en cuando se le salía un gallo. Los fantasmas vieron que el dueño, ahí abajo, se había puesto más pálido y más frío; entendieron que habían metido la pata. El dueño llamó: Can Ciénago Da, Can Ciénago Da. Después de que entraron los dos, fue cerrando una por una cada ventana de la casa. Se sentó en su escritorio. Ya pronto, pensó, así que le daría otro intento. Como sea, muy pronto…
Pero el hueso se quedó afuera, y eso importa—ese hueso ridículo bajo una especie de luna. ¿Te acuerdas de la que se reflejaba en nuestro baño de pájaros? Cuando pusiste tu mano bajo mi trasero, como nunca habías hecho hasta entonces, y esa chachalaca sonó. ¿Nomás seguía chachalaqueando y cagando y chapoteando en la luna? [Se rió.] Esa es la luna. [Señaló al frente y luego tomó mi mano.] ¿Oyes esa noche, a través de la tormenta, mientras la lluvia se acerca? Está muy buena; así la teníamos. Y esos dos o casi tres fantasmas, también se les deja cerrar los ojos; también se les deja imaginar mejores formas de decirlo, porque la noche en sí ya era tan buena.
